Se ignora, por el momento, qué rotunda expresión pudo salir de la boca de Susana Díaz cuando comprobó, ya avanzado el recuento de la elección del secretario general del Partido Socialista, que su contrincante  Pedro Sánchez le ganaba con clara ventaja. Bien pudo repetir la frase que atribuyen al Conde de Romanones, cuando su secretario le hizo saber que no había conseguido ni un solo voto para convertirse en académico de la Lengua: “Joder, qué tropa”.
Álvaro de Figueroa y Torres no tenía necesidad alguna de mayores reconocimientos que los ya proporcionados por  su actividad política al frente del Partido Liberal, lo que le llevó a ser presidente del Gobierno en tres ocasiones y ostentar diversas carteras ministeriales en diecisiete, en una extensa carrera sólo interrumpida por el inicio de la guerra civil de 1936. El ego de don Álvaro, que no era poca cosa, y las incitaciones aduladoras por parte de su cohorte, le llevaron a plantearse su candidatura para ingresar en la Real Academia Española. Con el fin de asegurarse el voto, que previamente todos los académicos ya le habían confirmado, visitó a cada uno de ellos. Todos se reafirmaron en que podía contar con su respaldo. A la hora del recuento, ni un solo voto. Un detalle puede ilustrar el radical cambio: la víspera de la votación, el Conde de Romanones había pasado a la oposición por culpa de  una más de tantas alternancias y que con tanta frecuencia de se daban entre liberales y conservadores.  
Susana Díaz contaba con el apoyo del aparato del partido; de los jarrones chinos (según la autodefinición del propio Felipe González); de buena parte de los barones regionales, incluido Ximo Puig; y de las decenas de miles de militantes que la avalaron en las semanas previas. Nada fue suficiente para alcanzar su objetivo, de dar el salto desde la Presidencia de Andalucía a la Secretaría General del PSOE. El tozudo recuento – mil quinientos votos menos que avales ha cosechado— viene a demostrar la inconsistencia y volubilidad de los compromisos: Te avalo, sí, porque no tengo más remedio que hacerlo de cara a la galería, pero no te voto que de mi secreto nadie manda. 
En lo que respecta a incumplimientos de compromisos electorales, los infiernos están empedrados y se cuentan los miles los casos. En las primeras elecciones generales en España, después de que Franco se muriese en la cama, las celebradas el 15 de junio de 1977, un padre de familia, que formaba parte de la candidatura de Unió Democràtica del País Valencià, hizo campaña en la salita de estar. Sus tres hijos en edad de votar manifestaron en alta voz que faltaría más, que a quién iban a votar que no fuese a la candidatura de la que formaba parte su señor padre. En el colegio electoral en el que votó aquella familia sólo se contabilizaron dos votos para UDPV. El padre, desolado por la desafección filial, les reprochó su infidelidad. “Sólo hemos conseguido dos votos. El de vuestra madre, que sé que nos votó porque yo mismo le puse  la papeleta en el sobre, y el mío. Canallas, que sois unos canallas”.
Volvamos a la primarias socialistas. Pedro Sánchez se las arregló de modo y manera  hasta conseguir que sus compañeros, camaradas, colegas olvidasen que había sido con él, como candidato a presidente del Gobierno frente a Rajoy,  cuando el PSOE obtuvo sus peores resultados electorales. Nada de eso importaba, y  ahí estaba para demostrar la feliz amnesia de los suyos, el contundente resultado conseguido el pasado domingo. Otra cosa será que Pedro Sánchez pueda reconvertir esa mayoría absoluta –mucho tendrán que cambiar las actuales predicciones demoscópicas que siguen siendo adversas para los socialistas— en votos de los ciudadanos en unas elecciones generales frente un Podemos que, mal que bien, mantiene la intención de voto. El tiempo, mejor las urnas, dirá si votando a Pedro Sánchez los militantes socialistas se han disparado un tiro en el pie. O si ha sido en la sien.