Hasta donde alcanza la consistencia de mi memoria infantil, recuerdo que fue mi primera profesora el colegio Pureza de María, en la Ermiteta. No había entonces guarderías. Eran los propios centros escolares quienes cumplían esa función. Mi profesora fue Amparín. Con ella aprendí las primeras letras; a superar los tartamudeos ante un sílaba novedosa que se resistía a ser leída. La p con la a, pa. Sí, eso lo recuerdo bien. Y así, reconociendo todas y cada de las letras, la lectura ya era un poco más fluida, haciendo la correspondiente pausa en las comas, mayor cuando era un punto y aparte. Me gustaba leer Y con el tiempo, más aún. Hasta llegar a descubrir los mensajes cifrados o explícitos que cada autor ha encerrado en cada una de sus frases, de sus textos. Amparín fue mi primera profesora, la que me enseñó las primeras letras. Le t con la u, tu.
Por muchos años que hubiesen pasado desde que coincidimos en aquella aula de la planta baja, junto al patio que presidía una estatua del Sagrado Corazón, Amparín me parecía una mujer que desconocía qué cosa era esa del paso del tiempo. Cada vez que coincidíamos, la saludaba con tanto cariño como respeto. Había sido mi primera profesora y eso nunca lo he olvidado. En más de una ocasión se le he comentado, que la seguía recordando porque con ella había aprendido mis primera letras. Ella lo agradecía con una sonrisa generosa, una sonrisa que pese los ya bastantes años que los dos habíamos cumplido, seguía pareciéndome muy joven.
Durante un tiempo no volvimos a vernos. Algún comentario me llegó que estaba delicada de salud, que lo había pasado mal, pero que ya estaba muy recuperada. Me alegró saberlo. Pasaron varias semanas sin reencontrarnos, pongo por caso, en la misa de las doce y media del padre Onésimo en el Convento.
Hace unos días, cuando yo entraba en la panadería de Pedro, ella terminaba de hacer la compra y ya salía. La saludé con mayor satisfacción si cabe después de tanto tiempo de no verla. Me volvió a regalar su sonrisa, pero lo hizo en silencio. Un sospechoso silencio. Ni una palabra. Su marido, que la acompañaba, haciéndose un poco a un lado, me dijo como quien hace una confesión: “No te conoce. Tiene….”
Me quedé tan sorprendido, anonadado, confuso, que no supe como reaccionar. Creo que le dije que me alegraba de verla, pero no estoy seguro, ni siquiera que le diese un beso. Qué mierda de enfermedad, pensé. Y lo sigo pensando. Era ella, sí, pero maldita sea esa dolencia que congela los recuerdos y los deja arrinconados en una esquina del cerebro. Ella, que había sido mi primera profesora; ella que me había enseñado las primeras letras, no sé si las recuerda. La memoria, enciclopedia de nuestras vidas, había quedado encriptada.
Seguro que en algún momento hemos leído o visto en Internet el relato del hombre que pide ser atendido rápidamente en el servicio de urgencia, al que ha acudido. Aduce que debe ir a visitar a su esposa, ingresada en una residencia y a la que todos los días acude para desayunar con ella. El médico le reprocha sus prisas: “Ella, por desgracia, ya no sabe quién es usted”. “Cierto, doctor, “pero yo si se quién es ella”.
Ella, Amparín, fue mi primera profesora, con la que aprendí mis primeras letras. Tal vez su memoria sea ahora cada vez más difusa y confusa. Pero yo sí la recuerdo. A ella y las primeras letras que me enseñó. Y no puedo por menos que emocionarme, mientras maldigo esa dolencia que difumina, hasta borrarla del todo, la memoria de lo que fuimos.