Mis padres tienen WhatsApp. Y seguramente vuestros padres también. La tecnología ha dejado de tener franja de edad. Ya no es un privilegio de estudiosos o adelantados a nuestro tiempo, ni de jóvenes curiosos y emprendedores. Ahora es una forma habitual de comunicarse. Se están esfumando las llamadas a un número que empezaba por 248… ¿os acordáis? Luego llegaron los 238 y por último le añadieron el prefijo 96, que antaño solo se utilizaba si llamabas a alguien de fuera de la provincia en la que estabas. Cambiamos el teléfono de disco por el de teclas y el de teclas por las pantallas de 6 pulgadas con acceso a Internet y cámara de fotos. Con lo bonito que era preguntar “¿de parte de quién?” para satisfacer nuestra propia curiosidad más que por dar el mensaje. 
Vivimos pegados al móvil. Y creo que todo empezó con las redes sociales. Ponernos al descubierto y que se nos viera haciendo esto y aquello incitando a una reacción es la forma de autocomplacencia más deshumanizada que existe. Luego la cosa se fue diversificando. Primero fueron Facebook, Twitter, Tuenti e Instagram, para ser seguidos de cerca por Pinterest, TikTok, Linkedin y, en un ámbito más peliculero, YouTube.
Con ellas nacieron los Twitteros, Instagramers, TikTokeros y YouTubers, una generación de mentes despiertas capaces de sugestionar nuestras propias decisiones. Son lo que se conoce comúnmente como influencers. Y tal es el efecto que son capaces de provocar que se han convertido en auténticos empleos remunerados. Se cotiza su desparpajo, su presencia, su elocuencia, su sentido del humor, su coherencia o su habilidad, entre muchas otras cosas. Alcanzan su mayor público cuando sus exposiciones saltan al WhatsApp en forma de vídeo, ya que se potencia abismalmente su alcance. Los grupos de Whatsapp son como un hilo de pólvora al que se les acerca una cerilla. Siempre he pensado que es una imagen muy descriptiva. Porque además el WhatsApp es mucho más accesible y manejable para quienes no suelen tener contacto habitual con otros canales de socialización electrónica. Digamos que es para todos los públicos. 
Siento que se pierde el encanto de escuchar una voz y mantener una conversación fluida al sustituirse por un rosario de audios. Es como grabar una charla en dos contestadores automáticos. Pero es muy cómodo dejar un mensaje para que se escuche cuando se quiera y “ja dirà alguna cosa quan puga”. Nos hemos adaptado a los nuevos medios, y no ellos a lo que necesitamos nosotros. Se han desplegado como una red pegajosa de la que cuesta mucho mantenerse alejado, salvo que nunca hayas jugado con ella. Cuántas cosas nos cuentan las redes… más de las que parece o de las que se quiere contar. Porque al mundo lo mueven tres cosas: el amor, el dinero y la curiosidad, que esta última tiene muchos sinónimos dependiendo del campo en que se aplique, pero básicamente es la necesidad de saber o conocer. Y mientras haya alguien que quiera saber, siempre habrá alguien que quiera enseñar.
Cuando echo la vista atrás y pienso en cuán poco tiempo ha cambiado nuestra forma de comunicarnos, porque es relativamente muy poco, me doy cuenta de que posiblemente no hemos tenido tiempo de desencantarnos por lo asombroso de los avances a nuestro alcance, lo que nos hace más vulnerables e impresionables a sus maravillas. 
Curiosamente, ahora la maravilla sería descubrir una carta manuscrita en el buzón. O que aterrizara el helicóptero de Tulipán en Benarrai para convencerme de cuál es la mejor margarina. O volver de la playa con un balón de Nivea que ha sido lanzado desde una avioneta. Ahora solo me llaman al fijo para intentar venderme una tarifa de móvil mejor que la que tengo. Qué cosas.