Ocurrió hace mucho tiempo. Cuando eran tranvías los que llevaban y traían a los valencianos desde la capital al Cabañal y viceversa. Unos tranvías que a ciertas horas del día se llenaban hasta los topes, lo que era aprovechado por determinados tipos para dar rienda suelta a su calenturienta imaginación y deseos de hacer unos furtivos escarceos sobre la epidermis de alguna paisana de buen ver. En esta ocasión, fue a mediados de los años cincuenta, cuando un sátiro baboso, lascivo y lúbrico, en pocas palabras, un salido de lo más lujurioso e impertinente, se situó junto una señora de carnes prietas y buen talle. El tiparraco, tan esmirriado como bellaco, aprovechaba cualquier brusco movimiento del convoy para tratar de arrimar sus impúdicas partes lo más cerca que podía del cuerpo de la mujer. Ésta, que frisaba los cuarenta, pero podía descontarse unos buenos años sin hacer el ridículo, aguantó con cierta impavidez una primera embestida. El lascivo creyó que todo el monte era orgasmo y decidió pasar a la acción. Ahora eran sus manos las que hurgaba entre la blusa y la cintura buscando palpar carne. La mujer aparentaba no sentirse afectada por el achuchón de tan rijoso individuo, lo que terminó por alegrar sus dedos en su exploración de nuevas superficies de aquella tersa piel curtida por los soles del Mediterráneo.
Avanzaba renqueante el tranvía por la larga Avenida del Puerto, entonces ya rebautizada por las autoridades franquistas con el larguísimo nombre de Doncel Luis Felipe García Sanchiz. El calentón del fulano le provocaba una fuerte excitación que terminó siendo turbadora y mareante. Ella, por el contrario, seguía impávida y contenía sus deseos de arrearle un buen par de mamporros, al tiempo que se preguntaba hasta donde pensaba llegar semejante hijo puta. Por pura y morbosa curiosidad le dejó hacer y él, erre que erre, siguió su deslizamiento hasta alcanzar la entrepierna. Fue en ese momento cuando la moza, girándose por primera vez desde que comenzase el acoso, miró a la cara del hasta entonces confiado mamarracho. Con tono de voz, bastante para que más de la mitad de los viajeros del tranvía quedase enterado, le interrogó: “I ara que ja tens la mà en la figa, què faràs”?
Uno de los principales protagonistas, si no el que más, de la loquinaria deriva en que se halla inmersa Cataluña, es su todavía president Carles Puigdemont, un sedicioso sinvergüenza que nos ha demostrado carecer de pudor alguno. De haberlo tenido se habría marchado, una vez emitida la entrevista que le hizo Jordi Évole, a la pastelería de sus padres en la localidad de Amer, y se habría enharinado el rostro para no volver a ser reconocido nunca más.
Puigdemont es el mismo individuo rijoso, lúbrico, lascivo, baboso… de la historia del tranvía del Cabañal. Un tipo que comenzó por meterle mano a la Constitución, que la sobó, la restregó con su enhiesta cebolleta, la magreó con jadeos, mientras ella, una cuarentona de buen ver, pero a la que no le vendría mal un buen retoque quirúrgico, seguía aguantando impudicia tras impudicia. Y así hasta el día en que se giró, le plantó cara y le preguntó: “Què, Carles, ja tens la mà en la figa, què farem ara”? Y en esas está el tal Puigdemont. Sabe que ha llegado demasiado lejos en su desquiciado proceder, que ha estado pésimamente acompañado y asesorado, pero no sabe como salir de su propio embrollo.
La señora Constitución, agotada del todo su tantas veces probada paciencia, lo más probable, y hasta diría que aconsejable, es que reaccione y se defienda; que le diga aquello de “hasta aquí hemos llegado”, y le meta un soberano guantazo que ponga fin a tanto cochino y separatista escarceo.