Me habían advertido de que la enfermedad ya había avanzado tanto que lo mismo no me reconocería ni me respondería al saludarle.  Se me hacía duro verle así, pero lo entendí y  fui. Para darle un abrazo y hablarle durante un buen rato, con tal de tratar de avivar sus recuerdos, de todo aquello que tanto quería de su Ontinyent. Cuando nos referimos a un enfermo de Alzheimer cometemos el involuntario error de usar el pretérito, por tener asumido que la amnesia es su despersonalización, su muerte en vida. Pero desconocemos qué recuerdos y emociones todavía pueden anidar  en un rincón de su desguarnecida memoria, devastada por esa guadaña apocalíptica que es capaz de segar hasta el propio nombre. Tampoco sabemos en qué momento, una ráfaga de lo que entendemos como lucidez, será capaz de devolver al enfermo una evocación de tiempos pasados, un nombre, un paisaje, una canción. O si nos regalará un gesto, una sonrisa o un silencio por toda contestación a una pregunta. O un mutismo que se va haciendo espeso cuando se alarga y nos quedamos sin palabras de lo que le habíamos animado a comentar. 

Ignoro con qué criterios se decide dedicar el Día Mundial de… tantas cosas, efemérides y ocurrencias como se celebran a lo largo del año. Para este 2025 el Día Mundial del Alzheimer, la Organización Mundial de la Salud decidió que fuese el 21 de septiembre, víspera de la entrada en el otoño meteorológico. También un otoño es la metáfora demoledora de la dolencia capaz de  expropiar de tu propia memoria todo lo que has sido y querido, leído y amado, visitado y recorrido, escrito y hablado. Su mente, antaño envidiable por sus conocimientos y cuitas, ahora ha ido desvayéndose como esas fotos que pierden la nitidez de sus imágenes hasta diluirse poco a poco, desaparecer y borrarse del todo.

A Paco le mostré la portada del extra de LOCLAR dedicado a la Fiesta de moros y cristianos, en la que se veía la nube formada por el humo coincidente de una docena de arcabuces disparados por festeros de uno y otro bando. La escudriñó con detalle, pero no dijo nada. En silencio siguió ojeando sus páginas deteniéndose en los retratos de quienes iban apareciendo, como buscando en ellos rostros vinculados a su propia biografía. Que le retrotrajesen a aquellos años de pantalón corto, sabañones invernales y frío en las aulas, en las que aprendió las primeras letras que a lo largo de una brillante carrera serían su instrumento de trabajo. También la de su exquisita creación poética.

Volvió a mirar la portada una vez acabada la visualización de sus páginas en las que me pareció leía algunos de sus párrafos. “Bonita fotografía. Es de Luis Botella”, le dije, “un fotógrafo de la AFO, Agrupació Fotogràfica d’Ontinyent”. Siguió sumido en un silencio que me dolía. Y más perturbaba por si mi presencia podía causarle molestia o cansancio. Le hablé de la pericia y oportunidad de plasmar la coincidencia del disparo de las armas con el del fotógrafo. Vi asomar en su rostro dos diminutas lágrimas al tiempo que esbozaba una sonrisa que podría entenderse como contradictoria. Un gesto con el que quise entender que le había gustado la imagen de las Embajadas. Y cavilé si así había conseguido retrotraerle a los días en que, en aquella misma casa cerca del Mediterráneo, rodeados de sus muy queridos libros preparaba el discurso, magnífico, que nos regaló como pregonero de nuestras fiestas. 

Pensé que era el momento adecuado para tratar de que saliese de su mutismo. “Cuántos recuerdos de tu pueblo, de nuestro pueblo, tienes en esta preciosa casa”, le comenté. Esta vez asintió moviendo la cabeza. Era el momento de forzarle a que concluyese un dicho popular bien conocido y se lo lancé como un señuelo: “Paco…Ontinyent, bona terra….” No terminé la frase, la alargué esperando que lo hiciese él. Y lo hizo aceptando el envite “… y  maaa…”. Arrastró sin terminar el “mala”, que por un momento me pareció que iba a pronunciar.  Pero no. Se detuvo y al instante, con una fuerza que parecía haber reservado para la ocasión, la completó muy convencido: “…y millor  gent”. En esta ocasión y momento su sonrisa fue el papel secante de sus propias lágrimas. Y también las mías. Escucharle acabar ese dicho tan nuestro, saliéndole de lo más hondo de su alma ontinyentina,  fue a estas alturas de una enfermedad tan cruel, impía, devastadora, canalla… como la que sufre en silencio, un magnífico e inolvidable discurso.