En cada paseo por el barrio de la Vila experimento sensaciones contradictorias. Ir al reencuentro de lo que consideras son tus propios orígenes y ancestros, que crees poder adivinar o intuir en cualquiera de sus callejas o rincones, choca con la decepción a la que te lleva comprobar el deterioro más que evidente de no pocas de sus viviendas, muchas de ellas desasistidas y abandonadas, lo que no hace sino proporcionarte tanto desánimo como el que llevó a dejarlas a quienes las habitaban.
Han sido varios los planes municipales tendentes a conseguir la rehabilitación y restauración del que fuera núcleo fundacional de la ciudad. Unas costosas iniciativas que, sin embargo, no han sido suficientes a la vista de los resultados, dado que ni siquiera se ha conseguido mantener en pie un buen número de sus casas que han terminado por sucumbir por el peso y paso de los años.
El reproche recíproco es muy fácil de hacer si alguien se pone nostálgico o sentimental: “¿Y por qué no te vas a vivir a la Vila si tanto te enamora el barrio?”. Las razones para no hacerlo son las mismas de quienes, viviendo allí, terminaron por recalar en otros puntos de la ciudad. La habitabilidad de las propias casas, sometidas a procesos de deterioro y obsolescencia sería una, pero no la única razón para la deserción. La falta de servicios, la desaparición del comercio, la dificultad de accesibilidad y aparcamiento, son razones tan ciertas como disuasorias.
Una visita a Córdoba el pasado fin de semana me ha permitido, entre otras de las muchas razones para la admiración como tiene la ciudad, recorrer su casco antiguo teniendo como cicerone a un profesor jubilado, Miguel Santiago Losada. Un guía recomendable (del que puedo facilitar el contacto a quien esté interesado) por resultar de lo más didácticas sus explicaciones rebozadas de conocimiento e indisimulable cariño para con su ciudad.
El caso es que Córdoba ha conseguido, no sin grandes dosis de implicación ciudadana y subvenciones ad hoc, que el intrincado dédalo de sus callejuelas esté habitado y vivo. Con vocación de presente y de futuro. La declaración en 1984 de su mezquita-catedral como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se amplió a gran parte de su centro histórico diez años después, han sido factores que han contribuido a ello.
Se me podrá objetar que el centro histórico de Córdoba, el segundo en importancia y extensión en Europa por detrás del de Roma, no puede ser contrapuesto a nuestro barrio de la Vila. Cierto, pero podría servirnos para indicar algunas pautas de actuación si fuésemos capaces de adaptarlas a nuestra realidad, salvando las distancias que existen que son tantas.
No tenemos nosotros un monumento tan fantástico, único y extraordinario como la catedral-mezquita; ni tantas casas solariegas y palacetes reconvertidas en sedes de escuelas universitarias. O en hoteles, varios de ellos de muy reciente apertura y otros que se anuncian. O en comercios de variada artesanía y turisteo. O en restaurantes de acrisolada fama, como Pepe el de la Judería, en el que el cardenal Roncalli, luego elevado al pontificado como Juan XXIII, se sentó a sus mesas para saborear su salmorejo y el insuperable rabo de toro, tal como le diría al alcalde de Córdoba cuando fue a Roma a presentar sus respetos al Papa.
Son otras las posibilidades de nuestra Vila. ¿Por qué no comenzar por terminar de una vez las obras de repristinación de nuestro principal monumento, la iglesia de Santa María, que han quedado a medio camino, en un quiero y no puedo. Con el barroco decadente que no se ha ido del todo y su primigenio gótico, durante siglos enmascarado, que sigue esperando poder mostrarse en toda su esplendor?
La Vila puede y debe salvarse si nos ponemos a ello con la ilusión y el empeño que solemos gastar en todas aquellas iniciativas que abordamos con voluntad, imaginación y propósito de éxito.