Puede que usted, a la hora de leer estas líneas, todavía esté disfrutando del momento en que ese chaval, que mañana sábado cumplirá diecisiete años, encarase la portería de la selección francesa y, desde fuera del área lanzase el balón y lo colase certeramente por la escuadra sin posibilidad alguna de que el portero lo impidiese. España empataba un partido que los más pesimistas aficionados españoles daban por perdido a los ocho minutos por el gol gabacho.

El chaval que ya todo el mundo conoce y admira su precoz habilidad con el balón, Lamine Yamal, nació en España de padre marroquí y madre de Guinea Ecuatorial, podría ser uno de tantos miles de menores que abandonados a su suerte llegaron en pateras a las costas canarias, en muchos casos empujados por sus mayores con la complicidad –o no, vaya usted a saber—de mafiosos que encarnan en nuestros días a los negreros que en siglos pasados proveían de mano de obra esclavista a Inglaterra, Holanda, Francia, España para sus colonias.

Tenemos un problema. Mejor dicho, seis mil. Tantos como menores no acompañados están en suelo español y a los que tenemos que atender. Si se han jugado la vida, y por miles muchos la han perdido en las infernales travesías por el Atlántico, a bordo de barcazas que en muchos casos han sido ataúdes, no lo han hecho por capricho o deseo de aventura. Reparemos en que el mismo fenómeno no se da en sentido contrario. Unos miles los españoles van a África, ya sea de safari --rifle en mano o cámara fotográfica-- turismo y también con propósito médico-solidario. Ninguno lo hace en una patera, ni pretende quedarse allí con la esperanza de encontrar un futuro más seguro que su presente de aquí.

Sí, tenemos un problema. Y el debate, en al que ahora mismo estamos enfrascados y encolerizados no puede eternizarse, porque los centros en que se hallan hacinados esos menores en las Islas Canarias, están por completo desbordados y el tiempo corre en contra de ellos. Y también nuestra, si no somos capaces de ponernos de acuerdo, que esa es, hoy por hoy, la principal tarea que deben resolver los dos grandes partidos, popular y socialista: pactar soluciones que palien un problema de tan compleja solución. 
Lamine Yamal tiene nacionalidad española por haber nacido aquí, en Esplugas de Llobregat, el 13 de julio de 2007. Podía haber elegido jugar con la selección marroquí, pero se decantó por la española. No podrá conducir un coche ni votar hasta julio del año próximo, pero si puede jugar y hacerlo con la descarada desinhibición de quien no se deja amedrentar sabiendo que ochenta mil espectadores están pendientes de lo que haga. Lamine también pudo ser uno de ellos. Un mena que fue dejado  a una  suerte  del todo incierta en medio del mar, pero que tuvo la de nacer en España.  Y España la de tener en él un futbolista capaz de devolver en sólo doce minutos la evaporada esperanza de una afición, muy dada a la depresión, cuando Francia se adelantó con su gol a los ocho minutos de la semifinal. 

Parecido es el caso de otro jugador, Nico Williams, que mañana día 12 cumple veintidós años. Sus padres, nacidos en Ghana, llegaron a España después de cruzar el Sáhara, llegar hasta la valla de Melilla, saltarla, ser detenidos por la Guardia Civil y, finalmente, como otros muchos ilegales acabar en la España peninsular. Con ayuda de Cáritas y de un cura consiguieron papeles y legalizaron su situación. Unos ilegales aliados con la suerte de haber encontrado en la Iglesia apoyo para poder salir adelante. El otro Williams, también jugador del Athletic, nació en Bilbao a poco de llegar sus padres. Otra historia de inmigración que ahora hasta aplauden aquellos que se olvidan de su xenofobia y festejan las fintas y goles de otro chaval que ha contribuido de modo decisivo a que España juegue el próximo domingo la final del Europeo, que es de desear se pueda ganar frente la pérfida Albión.

Ganar a Inglaterra forma parte de un deseo colectivo, que hace que se renueve en el alma de millones de españoles su condición de tales, sin complejos. No pasará nada si no se gana, pero más importante que el fútbol será que se gane el problema de los menores antes perdernos en debates maximalistas sobre la inmigración.