Hace unos días me sobresaltó la noticia. Una madre andaluza a punto había estado de ser condenada a nueve meses de cárcel por haberle quitado el teléfono móvil a su hijo de quince años. La historia es de esas para no dormir. Víspera de un examen, el chaval  juguetea con el teléfono, haciendo caso omiso a las reiteradas recomendaciones maternas de que dejase el aparato y se pusiese a preparar la prueba del día siguiente. Después de varios intentos sin conseguirlo, la madre arrebata el teléfono después de un forcejeo. El jovenzuelo, lejos de ponerse a estudiar, se dirige al cuartel de la Guardia civil de El Ejido y presenta denuncia. La Guardia Civil –quién te ha visto y quién te ve—da curso a la denuncia, que cae en manos de un fiscal que considera que la acción materna merece como castigo nueve meses de cárcel. Menos mal que el titular del juzgado número 1 de Lo Penal de Almería es un hombre dotado del sentido común, ecuanimidad –lo que entre nosotros conocemos como trellat—y contra la opinión del Ministerio Fiscal absuelve a la madre.
 Pero, también pudo haber ocurrido que, en caso de caer en manos de un juez orate, la madre resultase condenada, con lo que el drama familiar habría quedado servido para los restos. El summum lex summa iniuria pudo haber sido, en este esperpéntico caso, una verdadera cabronada suficiente para destrozar una familia.
La noticia se conoce pocos días después de que se hiciese público un informe, elaborado por la Fundación Amigó, que da cuenta que la Comunidad Valenciana lidera las agresiones de hijos a sus padres. En el año 2015 llegaron a los 1.056 expedientes, lo que supone que nuestra Comunidad registra más del veinte por ciento de la llamada violencia filioparental de toda España. Si nos resulta dramático el dato, peor se nos quedará el ánimo cuando reparemos que sólo el 15 por ciento de las agresiones tiene trascendencia pública y es denunciado. Es decir, que en el 85 por ciento de los casos, los padres rumian en el silencio el dolor de haber engendrado unas bestezuelas capaces de la humillación, insulto, vejación y agresión a sus progenitores. 
A estos desalmados les salva de cualquier tipo de sanción la vergüenza paterna del qué dirán. Estos jovenzuelos canallas serán en no pocos casos los mismos que el día de mañana harán crecer el insoportable listado de mujeres muertas a manos de sus parejas. Alguien capaz de abofetear a la madre no tendrá reparo en hacer otro tanto con su novia o mujer, incluso de acabar con su vida.
No lo tienen fácil los padres que en edad de educar se encuentran con un retoño perverso y  borde; ni los profesores, a los que la sociedad les ha negado toda posibilidad de corrección por liviana que pudiera ser. Mas cierto parece ser que no pocos  docentes han renunciado a imponer cualquier medida que pueda considerarse represora. En tantas y tantas aulas, profesores y alumnos, por dejación de los primeros, se consideran colegas y prefieren el tuteo, el colegueo o la complicidad. 
Mientras todo eso ocurre con apabullante normalidad, sin que se encienda luz alguna de aviso, sí que nos sentimos alarmados y concernidos ante cada caso de feminicidio que vemos aparecer en los noticieros. Surgen entonces las voces que reclaman medidas urgentes. El problema viene de lejos, de esos años en los que esos hijos han hecho con total impunidad lo que les ha dado la gana, en clase y en casa, cuando aún había alguna posibilidad de enderezar su errático rumbo. Tiempos aquellos en decíamos como reproche de algún individuo que era “más malo que pegarle a un padre”.