Si se empieza diciendo que las campanas hacen ruido, el asunto no puede acabar bien. Pues así, como ruido, y además ensordecedor, ha considerado el tripartito que gobierna –es un decir—el Ayuntamiento de Valencia, el tañido de las campanas de la iglesia de San Nicolás de Valencia. Un asunto que ha levantado no poca polémica. No es para menos. Lo que el consistorio que preside Joan Ribó considera ruido se produce a las nueve y media de la mañana; a mediodía; y a las ocho de la tarde. Horario que no coincide con las habituales horas de descanso del común de los ciudadanos. Ni tampoco afecta a la siesta, salvo que alguien la alargue hasta las veinte horas.
 Sería entendible la prohibición si el broncíneo metal sonase a intempestivas horas de la madrugada, dando las horas y las medias, incluso si lo hiciese más allá de las diez o las once de la noche, pero no es el caso. Que se pretenda presentar como un caso de contaminación acústica no puede ser tomado en serio. Y menos en una ciudad como Valencia, que figura entre las ciudades europeas con mayor nivel de cotidiana perturbación acústica, tal como ha denunciado en múltiples ocasiones un periodista de larga trayectoria como Juan José Pérez Benlloch, un tipo que reconoce sentirse irritado, muy irritado, cuando los decibelios se disparan.
Si el alcalde Ribó pretendiese rebajar el nivel de estruendo que por tropecientas razones y motivos padecen cotidianamente los ciudadanos del cap i casal, se podrían entender en parte sus intenciones. Siempre que el decreto que declara la guerra al soroll campanero fuese generalista y no tan específico como los hasta ahora decididos. 
Sí, porque de prohibiciones en plural en se trata. Porque no sólo se exige que enmudezcan las campanas de San Nicolás. La misma prohibición alcanza a las de los Santos Juanes y al convento de San José de la Montaña. Queda meridianamente claro qué se esconde detrás del propósito de Ribó. Su pretensión no es otra que la  de meter el dedo en el ojo de la jerarquía eclesiástica y en el de los fieles católicos, para que unos y otros se vayan enterando de lo que vale un peine laicista. Medidas del mismo jaez que las tomadas contra la presencia de símbolos religiosos en espacios municipales, dada a conocer con sospechosa coincidencia estos mismos días.
En un comentario que años atrás firmé en Diario de Valencia, cometí el error de abogar por el derecho de los falleros a montar en la calle sus carpas en las que dar rienda suelta a sus propósitos de fiesta y jolgorio. Una vecina del barrio de Ruzafa me envió una carta, que rezumaba elegancia y respeto, reprochándome mi desconocimiento de “cuán insoportables podían ser los días y noches del mes de marzo, por culpa del incesante estallido de petardos; estruendosa música nocturna; gritos de los que hacían botellón; claxons impacientes de conductores que no entendían que la calle estaba cortada al tráfico. Por no hablar de las mascletaes…”. La señora, que reconocía haber sido fallera, sólo pedía que se respetase el horario nocturno para que su marido, gravemente enfermo y sin posibilidad de salir de la ciudad en aquellas ni en ninguna otras fechas, pudiese descansar un poco.
Estamos a menos de un mes del inicio de las Fallas de Valencia. Si el alcalde Ribó aplicase al programa fallero el mismo rasero que el usado contra las campanas de San Nicolás, no reconoceríamos la ciudad sin la estruendosa bulla y la concatenada detonación que la envuelve y penetra en días tan señalados. Ya se guardará muy mucho Ribó y socios de arremeter contra las fallas y sus distintos modos y maneras de producir jaranas y algarabías. Contra las campanas sí que saca pechito. Por él acabarán doblando las campanas en la próxima convocatoria electoral.