Reviso la libreta en la que iba anotando fechas, actos, propuestas, ideas de aquel tiempo en que trabajé en Las Palmas de Gran Canaria dirigiendo el diario Canarias7. Y me sale el día, 24 de noviembre 1988, jueves: “Pino necesita hablar con urgencia de un asunto personal”. Pino es el nombre ficticio de una redactora. Y el de la patrona de Gran Canaria. Aquí lo tomo prestado para mantener el anonimato de la periodista. Hablaríamos cuando volviese a la redacción para el cierre de la edición. Aquella noche, mientras esperaba que me pasasen una prueba de la primera página, Pino entra y me pide permiso para cerrar la puerta, siempre abierta. Toma asiento, cruza los brazos sobre el vientre y descubro que sus ojos no son los suyos, siempre atentos y vivarachos, ahora enrojecidos y llorosos: “Estoy embarazada. Necesito que me ayudes con urgencia”, me dice sin más preámbulos.
Sin tiempo para reponerme de la que creía iba a ser una sorpresa agradable en forma de una exclusiva periodística, Pino me da cuenta de su problema. Su novio es redactor del periódico de la competencia al que la confirmación de la preñez le ha sentado como un tiro, según me dice mi joven redactora. “No quiere saber nada, que me deshaga cuanto antes mejor del engendro”. Pino lanza un hondo suspiro. “El muy cabrón ha usado lo de engendro con muy mala leche”. Repite la frase “que me deshaga, que me deshaga...” Yo no sé qué otra cosa puede decirle que no sea mostrarle todo mi apoyo.
Me pasaron la portada del 25 y la di por buena dándole un rápido vistazo sin prestarle demasiada atención. Pino, apenas salió el redactor de cierre, volvió a cerrar la puerta para lanzarme su petición: “¿Puedes enviarme a Londres con la excusa de hacer unos reportajes sobre la exportación canaria? No tengo más remedio que abortar y allí puedo hacerlo con total anonimato. Como sabes mi padre es médico y aquí hay una clínica en la que podría abortar, pero mi familia terminaría sabiéndolo y no quiero por nada del mundo que les dé un soponcio si llegan a saber que me he quedado preñada, aunque no se si será peor que sepan que he abortado”.
Pino se fue a Londres. Regresó una semana después con declaraciones de exportadores e importadores. Los unos se quejaban del coste de los fletes. Los otros del incremento de precios. Los agricultores de lo mal pagado que estaba el tomate. Me dio las gracias con un fuerte abrazo con un añadido comentario que muchos años después entendí mejor: “No hago más que equivocarme. Por todo”. No la dejé seguir y la animé a que se volcase en la faena como mejor terapia para superar lo ocurrido. Lloraba en silencio. No la dejé volver a la redacción. Pedí café que bebimos sin palabras. Me pidió, una vez recompuesto el gesto, que nunca y a nadie comentase lo que le había ocurrido. “Secreto de periodista”, le dije mientras hacía el gesto de sellar mis labios.
Se fue a Madrid pocos meses después de que dejase la dirección del periódico. Seguí su trayectoria, brillante por demás, primero en un semanario y después como redactora en una cadena privada. Puntual me hacía llegar su felicitación coincidente por mí santo y cumpleaños y Navidad. En uno de los pocos viajes que hice a Madrid desde que volví a Valencia, la llamé. “Pásate por la tele, que por aquí hay más gente que tu conoces y seguro que se alegrarán de verte”. Fui a ver a quienes allí seguían dando el callo y triunfando. Esta vez el café fue risas y prisas, pero con tiempo suficiente para que Pino, haciendo un aparte, me hiciese un comentario que me desconcertó.
“No me he olvidado nunca de tu apoyo. Te agradecí tu ayuda cuando me pasó aquello – y arrastro “aquello” -- pero muchas veces he pensado que no debiste dejarme ir a Londres”. Debió ver mi cara de sorpresa y añadió: “Sí, porque me equivoqué. Y mucho. Tenía que haber resistido. ¿Sabes que ahora tendría un hijo, porque estoy segura de que iba a ser niño, de veintiún años?” Traté de desviar la conversación, pero Pino insistió. “Fue un error, un horror. Algo me desbarataron cuando me provocaron el aborto y ya no he podido tener hijos pese haberlo intentado por todos los medios”. Me vio tan desconcertado que me despidió con un cariñoso empujón y con “un vuelve otro día y no te daré la turra de hoy”.
He buceado en mi retentiva y papeles tratando de recuperar aquellas vivencias a propósito de la pelotera de estos días sobre el síndrome post aborto. No sé lo que dicen las estadísticas, si es que las hay sobre el fenómeno, que creo que no. Y que no las hay porque no interesa. En mi memoria está vivo el recuerdo de lo que le ocurrió a la periodista. La polémica de ahora me ha refrescado aquellas vivencias y su decisión, que tantos años después volvió a calificar de equivocada porque “fue un error, un horror”.