Los ontinyentins tenemos un problema. Más de uno, eso es obvio, pero uno muy concreto que es consecuencia de la magnificencia y espectacularidad de nuestras fiestas. Problema de imagen, tal como diría un experto moderno en estas cosas. Hacemos unas fiestas de Moros y Cristianos que, por extraordinarias, sorprenden a propios pero tanto o más a asombrados visitantes que quedan deslumbrados a poco de iniciarse un desfile que promete más y mas en cada una de sus secuencias.
La facilidad del envío de imágenes, en tiempo real, a todos los confines de nuestro planeta, contribuyen a engrandecer la admiración que suscitan. Cómo no, viendo el boato de unas capitanías tan estudiadas, trabajadas y exhibidas como la de los Fontanos, de las que bien pueden sentirse satisfechos el capitán Javier Moscardó, su familia, amigos y miembros de la comparsa. Y qué decir de la suntuosidad, colorido y armonía mostrada por los Kábilas y su capitán Cefe Micó Turégano, en una capitanía digna de pasar a los anales festeros como entre las más grandiosas que se recuerdan. A tan espléndidos boatos vinieron a sumarse la aportación de embajadores y abanderados, que cada año rivalizan en sana competición por ofrecer unos cortejos que desbordan imaginación y buen gusto, tal como ha demostrado los Bucaneros y Berberiscos.
El pasado año fue el presidente del Consell, Ximo Puig, el que vino para presenciar unas fiestas, que ya conocía, y que pese a ello volvieron a impactarle muy gratamente. Este año ha sido el delegado del Gobierno, Juan Carlos Moragues, la autoridad que ha tenido la ocasión de dejarse seducir por el color desbordante y la música que encandila con su ritmo. Si no fuese porque una y otra autoridad conocen de primera mano las necesidades más urgentes que nos acucian como ontinyentins, la grandiosidad de estas puestas en escena, verdaderas superproducciones cinematográficas, les llevarían al engaño de que todos nuestros problemas están resueltos por disponer de medios suficientes para conseguir tanta fastuosidad y derroche.
Lo que más sorprende a quienes no conocen la realidad de nuestras fiestas, es saber que éstas son posibles gracias a las aportaciones individuales de todos y cada uno de los festeros que colectivamente, a través de sus comparsas, repiten año tras año tan extraordinaria fiesta.
Este año, tal como hiciese en ocasiones precedentes, aproveché la facilidad que brinda el whatsapp para hacer llegar a un chat en el que coincidimos un grupo de amigos vinculados por el afecto y la complicidad de haber formado parte de las tertulias del programa de televisión El Poder Valenciano, imágenes de nuestras Entradas. Los comentarios recibidos, entre el asombro por la grandiosidad y el disgusto por no haberlas visto en vivo y en directo, coincidían en mostrar su admiración por cuanto habían visto, hasta que uno de ellos preguntó: ¿Y esto quién lo paga? Planteaba la misma pregunta que hizo un payés del Ampurdán, un hombre de seny como Josep Pla, cuya muerte en 1981 le ha evitado el disgusto de no tener que ver y sufrir la deriva separatista de los actuales dirigentes catalanes, a la que se habría opuesto con algo más que su habitual socarronería. Pla había viajado a los Estados Unidos. Una noche, en pleno Manhattan, deslumbrado por los miles de neones y luces multicolores que convertían el lugar en refulgente escenario, lanzó la pregunta que ha terminado por hacerse repetida en boca de incrédulos y asombrados: “Y esto ¿quién lo paga?”
En nuestro caso, en Ontinyent, los festeros rascándose la buchaca. Lo que no deja de ser un dificultad si la autoridad competente –o no tanto—considera que a la vista de lo visto tenemos resueltos todos nuestros problemas.