Me pregunto cómo es posible que llegado a mi edad, que ya comienza a ser provecta, no hubiese hecho caso aún de las recomendaciones y sugerencias de algunos amigos, en especial Jorge Feo e Isidro Martínez, de hacer el Camino de Santiago. Ahora, cuando me hallo en él, con la mirada y las ansias de llegar y abrazar al Santo, no encuentro disculpa a mi tardanza en haber hecho este peripatético peregrinaje. Por fin, y con la buena compañía de mis hermanos Emilio y Antonio y del doctor Alejandro Galiana, vamos cubriendo las etapas que nos han de llevar hasta la catedral de Santiago para rendir homenaje al patrón e imprecar su bendición para nuestras familias y amigos.
También para España y los españoles. Que buena falta nos hace. En especial para todos aquellos que a día de hoy siguen enredados en el ovillo separatista, fruto de su propio desquiciamiento. Resultado de las alevosas mentiras mediáticas y educativas de cuarenta años de prédica nacionalista, que llegan al delirio de afirmar que Cervantes era de Xixona y escribió el Quijote en catalán. O que Santa Teresa de Jesús también era catalana. Y, por supuesto, Colón. Colom, según dicen y afirman. Un engaño mayúsculo y reiterado que tiene su exponente más claro en el “Espanya ens roba” con el que los muy bobalicones creían poder tapar el latrocinio permanente de la familia más corrupta que ha dado Cataluña a lo largo de su historia, si la de Pujol y sus corifeos.
Pero no quiero desviarme del Camino. Del Camino con mayúsculas. Porque son tantas las experiencias y satisfacciones vividas en tan sólo dos jornadas, que no hacerlo me parecería delito de lesa información. El Camino, aún en este final de octubre, sigue siendo un río de gentes llegadas desde todos los confines de la tierra. No hay nación que no haya enviado a alguno de los suyos, motu propio, a recorrer los distintos itinerarios que terminan por confluir ante el pórtico de la Gloria del maestro Mateo, cruzar su nave central y dejarse llevar por la espiritualidad, las sensaciones mágicas que la catedral exhala en sus piedras milenarias y recrea en el aroma penetrante que ha dejado el botafumeiro.
El Camino no hace distinciones de edad, sexo, estudios, creencias. Todos encuentran en él una razón para recorrerlo. Desde la fe o su búsqueda. Desde las creencias más trascendentes al agnóstico que se pregunta por su propia razón de ser mientras holla el camino penitencial como lo hace el más fervoroso peregrino. ¿Ejemplos? A docenas. Al término de la primera etapa el pasado lunes, a poco más de un kilómetro de Portomarín en donde acababa, coincidimos con dos peregrinos. Y surge la conversación. Él es Francisco, de Xàbia. Tiene 79 años y es la primera vez que hace el Camino. Nos dice que quiere dar las gracias porque han sido nueve las intervenciones quirúrgicas que en otros tantos años ha sufrido para vencer el cáncer, una enfermedad que se ha rendido ante su capacidad de resistencia. De los 79 años de Francisco a los cinco y siete de dos niñas alemanas que caminan junto con a su madre. No importa el tiempo. El caso es llegar y poder abrazar al santo.
El Camino nos viene a demostrar nuestra propia capacidad, mejor dicho, incapacidad. Para hacer frente a la propia distancia; al tiempo; a la aspereza de una subida que parece no tener fin, al cansancio que pronto hace mella en las piernas; a la sed que puede ser reparada, eso sí, en tantos y tantos puestos que ofrecen ayuda al caminante. El camino en sí no es nada. Y lo es todo. Depende de lo que cada uno le pidamos. Es el test, la prueba de nuestro propósito de llegar al destino, de nuestro afán de superación.