Hace cincuenta años Antonio Navarro Moros, vicario que era en aquel momento de la parroquia de Santa María, fue nombrado párroco de Benirredrá. Lo que perdimos los ontinyentins, y no solo los feligreses de Santa María, fue el inesperado regalo que se encontraron los vecinos de esta población, tan vecina de Gandia que el forastero no sabrá distinguir donde termina este municipio y donde comienza el de la capital de La Safor.  Antonio se fue de Ontinyent dejando un buen número de amigos, entre los cuales mi familia y yo tenemos la suerte de encontrarnos. Y, dado que la distancia hasta Benirredrá no es mucha, ni el olvido se ha cruzado en nuestras vidas, somos unos cuantos los que hemos mantenido y acrecentado mutuamente una enriquecedora amistad y un sincero afecto. 
 Antonio tuvo que salir de Ontinyent en 1969 un tanto forzado por las circunstancias políticos-sociales de la época.  Hagan cuentas y reparen de qué año hablamos y quienes mandaban por aquí, vara e hisopo en mano, y sacarán sus propias conclusiones que ahora, con la perspectiva del medio año transcurrido, parecen todavía más ridículas.  Fueron los años en que la gente joven comenzaba a desmarcarse de los principios fundamentales de aquel estático e inamovible Movimiento. Años en los que nació el Club dels Joves, que tanto juego dio en medio de aquel páramo cultural. Antonio estuvo en el Club y allí fue otro de los escenarios en que se ganó aprecios y no sólo en la vicaría.
Se fue de Ontinyent, sí, pero no del todo. Ni mucho menos. Diría que han sido incontables las visitas que nos ha hecho, o le hemos hecho, en este medio siglo ya transcurrido desde su marcha. Aquí ha vuelto él a celebrar bodas, bautizos, comuniones, compartiendo la fe y la alegría de cada uno de esos sacramentos. También le hemos visto dando ánimos y consuelo en entierros –tantos, demasiados—de gentes a las que quería y le querían.  
De modo que, destinado que fue nuestro amigo Antonio a Benirredrá desde allí vino para oficiar mi boda con Desamparados. O allí que fuimos para celebrar en su parroquia de Sant Llorenç la Primera Comunión de mi hija Mariola y sus primos Carmen y Joaquín. La ermita de Marxuquera, enclavada en uno de los parajes más hermosos de La Safor, y de cuyo culto también es responsable Antonio, sabe de la presencia de más gentes de Ontinyent que hasta allí han ido a cristianar a alguno de los nuestros, tal como ha quedado registrado en sus libros parroquiales.
Todo esto que ahora dejo anotado no es sino un pequeño homenaje con el que quiero agradecer a Antonio sus consejos, cuitas, confidencias, confesiones y complicidades futo de más de cincuenta años de amistad, que ha ido renovándose con la naturalidad que nace de un afecto, del que no puedo ni debo presumir como exclusivo, porque Antonio dejó aquí sembrada la semilla del aprecio, que con los años ha ido creciendo y desarollándose. Semilla de la que hablaba Jesús en una de sus parábolas, la recogida por San Marcos en el capítulo 4 de su evangelio, aquella simiente “que cayó en tierra fértil y germinó y creció y dio fruto: unas espigas dieron grano al treinta; otras, al sesenta; y otras, al ciento por uno”.
Por todo eso y más, ahora puedo desmentir al leído en aquellos años poeta Pablo Neruda, que sí era comunista, algo que nunca lo fue Antonio. En su libro “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, dejó escrito el el Nobel chileno: “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”. Bueno, reconozcámoslo que con canas y unos kilos de más, sí somos, seguimos siendo los mismos de entonces, los que nos conocimos hace ya más de cincuenta años y hemos querido y sabido perseverar en esa enriquecedora amistad.