¿Quién negó que se pueda morir por amor? ¿Quién dijo que eso eran cosas de un pasado romántico? Los escépticos y descreídos podrán decir lo que quieran, pero hay hechos objetivos, ciertos, y en este caso próximos y conocidos, que demuestran que sí, que se puede dejar de vivir cuando la muerte irrumpe llevándose a una de las partes de una pareja y dejando tan desamparada, triste y sola a la otra que a los pocos días también se va en busca del amor perdido.
La pasada semana dábamos cuenta en las páginas de LOCLAR de la muerte de doña Pura Morales Guillem, esposa de don Enrique Benavent Reig, fallecida el martes 10 de noviembre. Menos de una semana después su único hijo, nuestro colaborador y amigo Enrique Benavent Morales, nos hacía llegar este mensaje: “Mi padre también ha fallecido. El Señor, en su infinita bondad, no ha querido que estuvieran separados y se los ha llevado juntos a la Gloria. Estoy destrozado, pero le doy gracias a Dios por la forma tan bondadosa en que se los ha llevado con él”.
Resultaba difícil de creer el contenido del escrito, pero por mucha que fuese la incredulidad y la sorpresa provocadas la personalidad del remitente no dejaba margen para nada más que no fuese el estupor. En apenas unos días de diferencia un matrimonio, al que veíamos fotografiado pocas semanas atrás delante de un gran globo en forma de 60, los años que el matrimonio festejaba, moría ella y moría él.
Me imagino lo muy duros y crueles que debieron ser los seis días en que don Enrique, profesor que fue del colegio La Concepción, se vio privado de la compañía de quien fue esposa, compañera, amiga y cómplice, de modo que la vida dejó de tener sentido alguno para él y que por eso mismo dejó que la muerte se le acercase para llevársele en busca de doña Pura.
Un matrimonio de profesores. Doña Pura en los colegios Luis Vives, del que llegó a ser directora, y el Martínez Valls. Son decenas de hornadas de alumnos que la recuerdan con cariño y que al saber de su muerte no han dejado de evocar aquellos años escolares que ya comienzan a desdibujarse de la memoria infantil.
Don Enrique, profesor del Colegio la Concepción, en aquellos años de sabañones invernales y sofocos estivales, que hacíamos tablas gimnasia y saltábamos el potro cuando llegaban las primeras y lejanas noticias de que había gente que usaban una prenda llamada chándal con la que se vestían para sus clases de Educación Física.
Don Enrique fue también durante muchos años delegado del Frente de Juventudes. Y en el palacio que hoy es sede del Ayuntamiento de Ontinyent, nos dimos cita decenas de jóvenes –flechas, arqueros y cadetes—para jugar al pin pon, disputar competiciones de damas y ajedrez y preparar la mochila para salir de acampada a lugares que entonces nos parecían la mar de alejados, tan alejados como el lago de Anna en donde cantábamos aquello que “si madrugan los arqueros Dios ayuda a los arqueros” y contábamos chistes a cual de ellos más subido de tono, sin que faltase la posibilidad de echar una calada a un bisonte llevado como contrabando.
Doña Pura y don Enrique se casaron y fue el suyo un matrimonio en que la complementariedad y complicidad establecida entre ambos fue total. Pero eso será más fácil que entiendan los más obtusos que sí se puede morir por amor y que la insoportable viudedad propicia la inmediata dimisión de la vida.
Un matrimonio ejemplar, de fe compartida, de esperanza puesta en la creencia cristiana de resurrección de la carne y vida eterna fue el de don Enrique Benavent Reig y doña Pura Morales Guillem. El estupor por la proximidad y coincidencia de sus muertes es fruto del desconcierto humano que se acrecienta en aquellos que no acaban de entender que la fuerza del amor puede ser también avasalladora cuando una de las partes queda desarbolada. Descansen en la paz de su querido Ontinyent don Enrique y doña Pura, que con todo derecho compartirán el que se diga que formaron un matrimonio ejemplar a los ojos de todos aquellos paisanos que los conocieron y estimaron.