Mayo. El mes de las flores. Cuando yo iba al colegio, era el mes de la Virgen María. Recuerdo que las niñas llevábamos un ramo de flores para adornar la clase, que no pasaba de ser un recorte de los rosales de la casita con algún clavel reventón y alguna que otra hormiga. Había quien incluso se traía el jarrón de casa. Sin el agua, claro.
Aquellas flores eran testigo de nuestros esmerados trabajos manuales, estudiados para que estuvieran terminados la primera semana de mayo, ya que lo que preparábamos era el regalo del Día de la Madre. Veníamos ya entrenadas por el regalo del Día del Padre, que habíamos entregado con orgullo dos meses atrás envuelto en papel de celofán de colores con una tarjeta escrita a mano.
No sé exactamente si fue El Corte Inglés quien potenció esto de hacer un regalo o ya venía de antes. El caso era que premiar a nuestros progenitores con algo que nosotros mismos habíamos hecho con nuestras propias manos tenía un sentido muy especial para ellos. Aunque la tarjeta fuera prácticamente ilegible, los adhesivos estuvieran torcidos o los contornos de las líneas no hubieran podido contener el color que le tocaba.
Con esto me doy cuenta de que mis primeros referentes en este tema vienen de mi infancia, edad en la que se requiere de una dependencia extrema de nuestros padres y que nosotros de alguna manera sabíamos agradecer y enaltecer. 
Hoy en día, por nuestra edad, ese enaltecimiento ha pasado a ser un reclamo comercial que suele ser correspondido por nuestro afán de premiar. Pero no nos duele hacerlo; más bien al contrario. Porque creemos que lo merecen y que lo esperan. Y muchas veces ese regalo no pasa de ser una reunión familiar si las circunstancias lo permiten. Porque para ellos el hecho de vernos a todos juntos buscando ese cobijo fraternal y maternal ya supone el mejor de los regalos.
Siempre vamos faltos de tiempo, con millones de compromisos y jornadas maratonianas de trabajo. Los que no tenemos hijos no lo acusamos tanto, pero para aquellas parejas que además tienen que atender a sus propios retoños, el encuentro familiar puede convertirse en auténtico reto. Vivimos tan deprisa y atentos a tantas cosas que muchas veces se nos escapan las realmente importantes; y no porque hayan dejado de serlo, sino porque los demás estímulos que recibimos son mucho más potentes.
El Día de la Madre es un homenaje al que no deberíamos faltar en la forma que sea y estén donde estén. Si ya no se tiene la suerte de poder darle un beso, siempre se le puede honrar con el recuerdo. Si se le puede dar un beso, hay que dárselo. Si se le acompaña de un abrazo, mejor. Si se está lejos del hogar familiar, una llamada y no caigamos en el error de enviar un triste whatsapp. Si da para un regalo, se lo compramos. Si solo da para una comida en casa, hay que celebrarla. Hay que hacerse sentir.
Posiblemente el hecho de ver marchar a algunas madres de amigos muy cercanos en las últimas semanas me haya hecho reflexionar con más firmeza. Independientemente de que seas madre o no, por decisión o por imposición, hay que tener claro que esto no se hace para recibirlo más tarde. Todos tenemos una que crece al mismo ritmo que nosotros, pero con unos cuantos años más por delante. Debemos aprovecharlos. Que madre no hay más que una. Muchísimas felicidades a todas, donde quiera que estéis.