Hubo un tiempo, cuando Ontinyent era Onteniente, que viajar a Valencia te costaba, como poco, dos largas horas. Igual daba que fueses en coche particular, en los autobuses de Morales, o en tren. El trazado de las carreteras te obligaba a cruzar la mayor parte de las poblaciones. Así, tenías que pasar por Aielo de Malferit; descender por el zigzagueante port de l’Olleria, cruzar por el centro mismo de Canals y Alcudia de Crespins. Y, entre una localidad y otra, superar un paso a nivel que las más veces te lo encontrabas con las barreras bajadas. Te esperaba poco después el port de Càrcer antes de llegar a Gabarda.
Junto a la Acequia Real del Júcar, el autobús y quienes viajaban en él se tomaban un descanso. Los pasajeros atacaban con fruición un bocadillo del bar o desempapelaban el que traían de casa, mientras el chófer se hacía con una regadera con la que reponer el agua del asfixiado y sediento radiador. Se seguía camino de Alberic, en donde si no habías parado en Gabarda, podías reponer fuerzas en casa Sanchis, hogar paterno del que fuera defensa del Real Madrid. Más adelante, Massalavés. La lentitud con que se desarrollaba el viaje no era nada comparada con lo que suponía la retención al llegar a Montortal. Una minúscula población –definida como quatre cases y un hostal— cuya calle principal, que a su vez era la carretera, tenía una sola vía, lo que obligaba a ceder el paso a los que venían desde Valencia. Seguías adelante y cruzabas l’Alcudia de Carlet, Carlet, Alginet, Silla y desde ésta ya enlazabas, uno tras otro, todos los municipios que se alineaban en lo que se conocía como Camino Real de Madrid: Albal, Catarroja, Benetússer Massanassa, Sedaví. Por fin llegabas a la Creu Cuberta. Dos horas largas desde que habías comenzado tu viaje en Ontinyent, que podían ser más si en el fielato donde se situaban los inspectores de usos y consumos se dedicaban a hacer un minucioso registro en busca de mercancías gravadas con alguna clase de impuesto.
El regreso a casa presentaba, si cabe, mayores dificultades, porque tenías que superar el port de l’Ollería que, si complicado era descender por él, subirlo constituía toda una prueba de resistencia de la mecánica de unos coches que nada tiene que ver con los llegados al mercado en las últimas décadas. Sí, además, tu coche era un Seat 600, te sabías expuesto a la angustia y desazón que podría provocarte contemplar las oscilaciones de la flecha de la temperatura. A poco que comenzases a encaramar las primeras rampas del puerto, en el que era poco menos que imposible adelantar a un camión, el calentón del motor estaba asegurado.
Se han cumplido veinticinco años desde que fue inaugurado el port de l’Olleria, una infraestructura que junto la autovía, ha permitido a cada ontinyentí una hora menos de tiempo en su viaje a Valencia. Y otra hora más por la vuelta. Hagamos el cálculo de las miles y miles de horas ahorradas gracias al port de l’Olleria.
Una gran obra, sin duda, resuelta desde el punto de vista de la Ingeniería de Caminos con acierto y con coste mucho más racional y eficiente que el que habría supuesto hacer un túnel que horadase la montaña desde la cota de Canals y acabase en la mitad de la Vall d’Albaida, tal como en aquellos años se comentó como alternativa al suplicio que representaba su viejo trazado.
El túnel de l’Olleria ha cumplido años. Veinticinco. Tardó mucho, muchísimo, pero llegó al fin. Ontinyent seguía estando en la montaña pero ya más cerca si queríamos viajar a Valencia en coche. Ya no estábamos como algunos todavía creen “a tomar por el culo”. Perdón, seguimos igual si el viaje lo hacemos en tren. O si quien habla es Ignacio González, ex presidente de la Comunidad de Madrid, que haría bien si aprovechase su estancia carcelaria en enterarse por donde queda Ontinyent.