Así de rápido. El Mig Any se nos pasa como un suspiro. Por suerte nos acompañó el tiempo y el sol dio una tregua a los hielos y los fríos de febrero, tan esperados.
Me hablaron muy bien del pregón del Mercat Medieval, al que no pude acudir y no por no querer. Desde estas líneas le doy mi más sincera enhorabuena a Vicente Esparza, porque hoy las tecnologías nos permiten estar donde no estuvimos y he podido disfrutarlo después de que me hablaran estupendamente bien de él. Cuando una ha hecho ya ese pregón se vuelve cita obligada. Como sea.
El Mercat Medieval tampoco lo he visto como quisiera, que entre comida, desfile, descanso y fin de fiesta el domingo con los cargos en La Clariana como que se me ha escapado la oportunidad de visitarlo a conciencia. Me han faltado horas, o días para dejarme conquistar por todo lo que nos deparaba el fin de semana.
De lo que sí puedo hablar es de ese otro río que corría por nuestras calles. Bueno, del río y de los peces que bebían en el río, y cójanme la metáfora con simpatía que no estoy llamando a nadie “caranchoa”. Porque estar en la calle y que redoble el timbal mientras se espera que arranque el desfile es como lanzarse a una piscina una tarde de julio. La forma en que se jalea ese redoble me da la razón. Porque la música lo inunda todo.
Hubo normalidad en el desfile, con lanzas, caballos y camellos, con gorros, chalecos, mochilas, bufandas, chapas y forros polares. Hubo aplausos en las arrancadas y emoción en muchos gestos. Hubo quien hacía su primer desfile “forca al muscle” y quien echaba de menos a quienes ya no podían hacerlo con ellos. Ciclo vital.
¿Y qué no hubo? Público. Como siempre se echa de menos presencia en las aceras. Y me gustaría pensar que es porque el Mercat Medieval era tan espectacular que se llevó a todo aquel que se cruzaba en su camino y no porque este acto se ha vuelto algo tedioso, aburrido y poco digno de acompañar. Porque los que desfilamos sentimos ese desamparo.
El recorrido está salpicado de grupos de público que se arremolina en ciertos puntos y que tampoco aplaude a los cabos de escuadra. Bueno, miento, en algunas ocasiones sí lo hacen, pero más bien pocas. Esta tesitura choca de frente con el entusiasmo de los que estamos esperando para salir y arropamos a quienes ya empiezan a formar. Nos aplaudimos unos a otros.
Esto hace que me plantee algunas preguntas acerca del recorrido, por si es demasiado largo y el público se dilata por el trayecto. O si es por la hora, porque se hace muy tarde. O porque realmente no tiene el aliciente que necesita para provocar ese poder de convocatoria.
Las comparsas sacamos a las calles nuestras bandas de música, nuestras marchas moras y cristianas, nuestros sables, nuestros destrales, nuestras lanzas y navajas para que esa fiesta que alimentamos con nuestra presencia y, por qué no decirlo, nuestro dinero pueda ser parte de todos aquellos que estén en el borde de río, porque son el otro 50%.
Llegué a casa pasadas las diez, con los pies hinchados, pero tarareando Jamalajam. Me volví con un sabor agridulce por la sensación de lo bueno que me trae la fiesta y la triste imagen de verme reflejada en muchos escaparates porque no había nadie que los tapara, porque no había nadie delante que estuviera disfrutando de todo aquello que creía que aportábamos.
Seguimos teniendo una asignatura suspendida. Por lo visto y no visto.