Mucho ha cambiado la relación del homo ontinyensis con el perro en menos de medio siglo. Pongo un ejemplo que puede ser bastante ilustrativo. Cuando el pintor Antonio Ferri apareció un día de finales de la década de los sesenta paseando un dálmata por la calle Dos de mayo, en donde se había instalado en un ático-estudio, que también fue refugio de pecadores, los sarcasmos de una parte del paisanaje no fueron digamos que cariñosos. Lo que son las cosas. No pocos de quienes hicieron esos despectivos comentarios han tenido hijos y nietos que alojan en sus casas perros y otras mascotas, incluso algunos de los más críticos ahora cumplen el papel de paseante del yorkshire de su nieta sin rechistar.
  
Nuestra memoria, a poco que no esté desvencijada, retiene la imagen de un perro (al que despectivamente se le trataba de chicho o chucho) atado a una cadena, sin más cobijo que un chamizo situado delante de la casa de campo, en la que permanecía amarrado días y días, noches y noches, sin más alimento que unos huesos, unos pellejos, o un mendrugo. A poco que el perro ladrase con insistencia advirtiendo al dueño de la presencia de un forastero, podría encontrarse con que aquel, en vez de agradecerle el aviso, le lanzase una piedra (una cantalà, para ser más precisos).

El último dato del censo canino de Ontinyent, ofrecido por LOCLAR en su edición del 5 de mayo, es de 9.930 perros registrados e identificados por medio del chip. Lógico que ante tan populosa población perruna, gatuna, equina… se hayan abierto cinco clínicas veterinarias, en las que nuestros perros pueden recibir las atenciones que, antes que por Ley de Bienestar Animal, por gusto y propia decisión, les dispensamos quienes tenemos perro, como es mi caso. Y lo tenemos porque nos gusta disfrutar de su compañía, fidelidad, entrega, custodia y complicidad. Y aceptamos de buen grado las lógicas contrapartidas como las cuidar de su alimentación, proporcionarle vacunas y demás tratamientos veterinarios, además de poner a su disposición espacio y lecho conveniente.

Hace un mes que entró en vigor la Ley de Bienestar Animal. Y algunos ya han conocido en sus buchacas el mordisco de una sanción como la que aparecía en portada de LOCLAR. Tener cuatro perros de caza en las condiciones que las tenía el denunciado no es de recibo. Cinco mil euros de multa son muchos euros, pero mayor parecen las penalidades sufridas por unos perros –igual me da que sean galgo, podencos o mil leches—que han corrido en busca de la pieza cazada por su dueño, la han encontrado y entregado al cazador, con la satisfacción canina del deber cumplido.  No merecían estar amarrados todo el tiempo y en las penosas condiciones que muestran la fotografía de la exclusiva de nuestro periódico.

Que la nueva ley contenga muchos aspectos discutibles nadie lo pone en duda, y más  si tenemos en cuenta que ha sido alumbrado por el Ministerio de Asuntos Sociales y Agenda 2030 que aún preside la podemita Ione Belarra, pero también contiene una normativa que pondrá freno y bozal a quienes quieren tener una mascota, sea perro gato o cacatúa, sin obligarse a dispensarles los cuidados que requieren.
Una ley que por su afán sancionador puede dar pie a casos como el que me cuentan. Que el  jueves de la pasada semana una señora acudió al centro de salud del Barranquet y dejó atado a su perro a la entrada. Al poco fue advertida la presencia del perrito por dos guardias municipales que montaron guardia a su lado. El animal agradeció la compañía con alegres movimientos de su rabo.  A la salida del ambulatorio, la dueña se encontró con una multa de 500 euros, cantidad mínima sancionable cuando se abandona a un animal. 

Pero, en puridad y sentido común, ¿puede considerarse abandono el que un perrete dócil, cuya pequeña raza no está clasificada entre las peligrosas, quede atado durante unos minutos, el tiempo de hacer su dueña una compra en una verdulería o entrar a una farmacia? Eso no es abandono ni nada que se le parezca. Hay tiendas con anillos en su fachada para dejar atados a los perros. Y éstos, por lo general muestran tranquilidad durante la espera. ¿No será mejor ese paseo para el perro, aunque conlleve un momentáneo abandono, que el estrés que puede sufrir si se queda solo en casa? 
Por cierto, me dicen que se aplaza la imposición de tener que hacer un cursillo, obligatorio si se quiere tener un perro u otra mascota. Bien está ese aplazamiento, pero puestos a ponernos exigentes, reclamo que todos, todas y todes los que aspiren conseguir una concejalía, un acta de diputado y sobre todo un alto cargo ministerial, demuestren previamente que gozan de capacidades, incluidas las mentales, para acceder al cargo. Que luego vemos cada espécimen de humana apariencia tanto en ayuntamientos, congreso de los diputados y hasta en el consejo de ministros que por su supino desconocimiento de todo no saben ni como apretar un botón o necesitan tener escrito en un papel para leer sí, no o abstención. Y así y todo, los hay que se equivocan.