En algún momento tenía que saltar un escandaloso caso de putrefacción futbolística, de indecencia directiva, de complicidad federativa, de compra de árbitros. Porque haberlos, haylos. No hacía falta ser el doctor Watson, elemental, para ayudar a Sherlock Holmes a intuir y deducir que siendo la corrupción una lacra detectada y denunciada en políticos, banqueros, empresarios, jueces, funcionarios, intermediarios, comerciantes, estraperlistas,  especuladores, o lo que es lo mismo de todos aquellos con poder y con posibilidad de disponer, manejar o decidir sobre dinero público, por lógico contagio indecente e inmoral también habría de aparecer en las transacciones millonarias y los intereses que tienen que ver con el mundo del fútbol.
Pese no disponer de pruebas, que de tenerlas las hubiese presentado a la Justicia, comencé a recelar. Carecía de todo sentido que siendo tantos los intereses alrededor del fútbol, nadie denunciase que corriendo tanto dinero y en tantas direcciones no terminase una sustanciosa parte en manos de mandamases arbitrales y, por aceitoso pringue expansivo hasta los bolsillos de quienes tienen la posibilidad de pitar un penalty que puede decidir un partido y un campeonato. O ganar una liga, acertar una quiniela, ascender de categoría o no poderderla. Hablamos de miles de euros que, según los casos, pueden ser millones. Muchos millones que están  al margen de lo que se decide en el terreno de juego. 
Si no teníamos sospechosas intuiciones de que en el fútbol era más que probable que la corrupción hubiese hecho acto de presencia en el césped,  vestuarios, despachos de las directivas y reservados de resturantes, las noticias que han ido publicándose en los últimos días  (bien pocas, por cierto en los diarios deportivos catalanes), revelan millonarios pagos efectuados por directivos del FC Barcelona al ex vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros, José María Enríquez Negreira.
Ante noticias de esta gravedad se echa en falta la voz de José Marías García, sin demérito de otras que no se han mordido la lengua y han dado cuenta de lo que se ha venido a bautizar como Barçagate. Un escándalo con notables ramificaciones políticas, entre la que no puede considerarse menor la oportuna modificación de la Ley del Deporte, que ha dejado en tres años el periodo en que puede ser condenado un club por un caso como el denunciado contra la directiva del Barça.
 Teniendo los separatistas del “procés” agarrado por sus partes a Pedro Sánchez, cualquier modificación del Código Penal es posible, tal como hemos visto, de modo que una sedición ha quedado reducida a poco más que una gamberrada callejera. También la Ley del Deporte—  ¡oh, qué grandísima casualidad!— ha venido a salvar al FC Barcelona de la quema que le hubiese supuesto perder la categoría e incluso algo peor.   
El 20 de junio de 2010 se consumó contra el Ontinyent CF en el campo del Alcorcón una  grandísima cacicada. O cabronada, como pocas más se han dado en el fútbol español. Un cruel robo arbitral  impidió el ascenso más que merecido de nuestro equipo. Ese atraco puede que no fuese perpetrado por una mano negra sino por  dos y de lo más tiznadas.  Y fue el inicio de la etapa más desgraciada de nuestro equipo que acabó quebrado, descendiendo y perdiendo hasta su histórica denominación.  
Lo que está saliendo en los medios sobre los enguajes y chanchullos del Barça en la época de Villar, son la parte sobresaliente de un iceberg. Como es sabido, todo iceberg sólo asoma sobre la superficie del mar la octava parte de su volumen. O sea, que si un día esa masa de hielo y corrupción da un vuelco, lo mismo acabábamos sabiendo quien fue el culpable del atraco a mano armada sufrido en Alcorcón.