Manolita Fernández Pérez murió en enero del pasado año. Eran los suyos dos de los apellidos más numerosos de España. Aquella desconocida Manolita abandonó el anonimato para ser conocida por los apellidos de su marido, un súbdito chino llamado Chen Tse-Ping. Había nacido Manolita Chen, una mujer de bandera, espectacular vedette que si gozaba de un cuerpo envidiable no era menos admirable su capacidad para el negocio. Cualidades ambas que hicieron posible el nacimiento del Teatro Chino, al que dio su nombre. Teatro que recorrió España de norte a sur, de este a oeste, cosechando grandes éxitos en cada una de las sesiones, dobles o triples, que ofrecía en todos los pueblos en los que levantaba su carpa y los carteles anunciadores mostraban lascivos cuerpos.
En pleno franquismo, los censores estaban preocupados y ocupados en cubrir la epidermis femenina si se mostraba con desmesura, por considerar que así se propiciaba la concupiscencia y las bajas pasiones. Manolita Chen se las ingeniaba para que sus chicas mostrasen un poco más de su anatomía de lo que permitía la férrea censura de la época. 
Ontinyent recibió en numerosos ocasiones la visita del Teatro Chino y aquí, como en cualquier otra población, consiguió superar las vehementes recomendaciones de la clerecía de no acercarse por aquel antro de perdición. Recomendaciones que, a la vista de los llenos que registraba en cada sesión el Teatro Chino, puede decirse que caían en saco roto.
Me comentaron una divertida anécdota, ocurrida en una de sus visitas a nuestra ciudad. Una de sus vedettes, mujer de bandera, invitó a uno de los espectadores a subir al escenario. Imaginad la escena. Aquella señorita, alzada sobre unos tacones capaces de provocar vértigo, había puesto su mirada en aquel paisano que a su juicio más torpe tenía las manos, lo que podía dar pie a un divertimento. Invitado que fue, allá que subió al escenario el ontinyentí dispuesto a seguir el juego, aupado por los gritos mitad de ánimo, mitad de envidia de sus paisanos. La escultural gachí, que no tapaba más que lo estrictamente permitido, había conseguido elevar la temperatura del entoldado. Insinuó que el sujetador le oprimía en exceso. ”¿No me lo desabrocharías”? le preguntó pícara y sensual, mientras entornaba sus ojos bajo unas largas pestañas y hace un mohín con su labios de carmín. La reacción del público es entusiasta. Silbidos, requiebros y gritos de quienes reclaman su derecho de ser ellos los que proporcionen el alivio que la moza reclama. El paisano, que no se ha desprendido del caliqueño que mantiene apagado en sus labios, ya se ha colocado detrás de la vedette y trata de cumplir. El cierre del sujetador tiene truco y por mucha que sea la posible destreza del entusiasta colaborador, que es ninguna, no hay modo de abrirlo. El hombre se pone nervioso, mientras que ella le lanza pícaros reproches que no hacen sino incrementar su nerviosismo. Por más que lo intenta de un modo u otro, repara que no hay manera de conseguir su objetivo. El público le reprocha que sea un manazas mientras ella hace como que se impacienta. Algún comentario le hace ver que está perdiendo el desafío. Nuestro hombre enrojece de rabia. Siente que ha sido objeto de un engaño que el público celebra con sonoras carcajadas. 
Justo en ese momento el tipo agarra con sus dos manos la parte superior del body, tira con fuerza y lanza a voz en grito su contundente respuesta acompañada de un exabrupto: “Xe, com qué no puc?”. El cierre del sujetador no resiste el embate, se rompe y deja al descubierto los pechos de la señorita al tiempo que ésta lanza un grito de pasmo mientras trata de cubrirlos con sus manos. El público entusiasmado ruge más que grita, mientras la artista hace mutis entre entusiastas aplausos. En Ontinyent, la broma de la vedette no salió como esperaba, pero Manolita Chen, un día más, había conseguido hacer una jugosa recaudación.