Tengo grabada en mi memoria buena parte de las lejanas palabras del abuelo Joaquín A. Micó referidas a hechos, historias y costumbres de Ontinyent. Entre ellas, las que hacían referencia al campanario de Santa María, del que afirmaba con indisimulado orgullo, que era el más alto del Reino de Valencia. “Más alto incluso que el Miguelete”, añadía. Razonaba que la medición correcta  y más exacta debía hacerse desde la base del campanario, que entonces quedaba oculta detrás de las casas que se habían levantado aprovechando lienzos de muralla o del propio basamento de la torre. Yo escuchaba con tanta atención como interés sus explicaciones. Si alguien me hubiese desafiado a un duelo porque negase la mayor altura de nuestro campanario, hubiese aceptado el reto porque lo que decía mi abuelo no podía ser puesto en duda.
Muchos años después de aquellas cuitas de un setentón casi octogenario, las casas que estaban situadas entre lo que fue sede de los Juzgados (actual Museu Arqueòlogic) y las dependencias municipales, cedieron bajo el paso y el peso de los años. Su demolición permitió comprobar la oculta verdad, dando la razón a cuanto decían nuestros  mayores: “El campanario debía ser medido desde sus cimientos”. (Cimientos traduce en valenciano por fonaments, que tengo por una de las palabras más hermosa y reveladora de nuestro vocabulario por el hondo sentido que encierra).
El campanario ha sido nuestro tótem. Nuestro “enhiesto surtidor de sombra y sueño/ que acongojas el cielo con tu lanza./ Chorro que a las estrellas casi alcanza/ devanado a sí mismo en loco empeño”, si acaso fuera posible arrebatar los versos que Gerardo Diego dedicó al ciprés de Silos, pero seguro que estaría dispuesto a compartir con el pétreo ciprés del  campanario ontinyentí. Sí, él es nuestro  santo y seña. Nuestro icono. Nuestro orgullo. Y desde hace un tiempo reciente, El guardián del linaje, según el título otorgado por Ricardo Montés para que sirva de título a la novela que acaba de escribir y  presentar.
El pasado viernes, el acto de la presentación de El guardián del linaje, a cargo del alcalde de Ontinyent, Jorge Rodríguez y del propio autor, estuvo a la altura del mismo campanario. No recuerdo presentación de un libro o acto cultural celebrado en los salones del Centro Cultural de Caixa Ontinyent que registrase un lleno tan espectacular, hasta el punto de que no fueron pocos los invitados que no pudieron acceder a la sala que vio ampliamente desbordado su aforo. La capacidad de convocatoria de Ricardo J. Montés Ferrero y la complicidad de sus muchos amigos de dentro y fuera de la fiesta de Moros y Cristianos, convirtieron la presentación de la novela en un acto singular  y multitudinario, que habría hecho palidecer de envidia a no pocos escritores, novelistas, ensayistas y juntaletras que exhibiendo pretencioso currículo y pedigrí dan a conocer su obra en Madrid o Valencia en la intimidad de una mesa camilla. O poco más.
No pude esperarme a conseguir la dedicatoria y firma de Ricardo, habida cuenta de la cola de quienes la pretendían y se me habían adelantado. Tiempo habrá para pedírsela. Lo haré cuando haya terminado de leer su novela que, en la misma noche del viernes comencé, urgido por el interés que me habían suscitado las palabras de Jorge Rodríguez y del propio autor. Magistral intervención por parte de Ricardo J. Montés, que  ha tenido el acierto de convertir en novela el proceso de construcción de nuestro emblemático campanario convertido desde hace siglos en nuestro faro y vigía de tierra adentro. El mismo faro y vigía al que tantas veces hemos dirigido nuestra mirada, orgullosa y admirada por tantas razones; al que hemos visto; el que nos ha visto y ambos nos hemos reconocido en él; en cada una de sus piedras sillares; en el sonido armónico y vibrante de sus campanas; en el propio desafío de su esbelta verticalidad. El guardián del linaje, en definitiva.