Se trataba de echarle una última ojeada. La casa familiar, en la que los siete hermanos habíamos nacido, crecido, jugado, reído, rezado, estudiado, siempre sintiéndonos queridos por nuestros padres, iba a ser vendida. Ya habíamos retirado casi todos los enseres que aún seguían allí, tratando de llevarnos con cada uno de ellos los recuerdos que llevaban aprehendidos como una patina. Abrí la puerta del dormitorio de mis padres. Lo hice con sigilo. Como si ellos pudieran estar allí descansando. Pura ensoñación.  Allí sólo estaban los muebles, que debieron sorprenderse de una visita después de tanto tiempo de soledad. La persiana caída permitía el paso de unos rayos de un sol mañanero que horadaban la estancia. Tres líneas paralelas de luz daban a las motas de polvo que revoloteaban en suspensión la apariencia de diminutas luciérnagas que se movían alocadas por nuestra presencia. La cama en que fuimos engendrados y paridos guardaba sus secretos, el armario de tres puertas; el tocador y su espejo… No recuerdo haber visto nunca a mi madre  sentada  frente a  él para ponerse un colorete  o maquillarse, atareada como estaba todo el día con tantos hijos a los que atender.

 (“Los espejos no tienen memoria”, me dijo el colaborador del periódico que dirigía en Las Palmas de Gran Canaria. Quería que ése fuese el título de un comentario semanal que pactamos escribiría. Así quedó, con que los espejos no tenían memoria).

El silencio reinante en el dormitorio dejó paso intermitente a las voces estudiantiles que llegaban desde atrás de la casa. El campus ontinyentí de la Universitat de València había sentado allí sus reales. De la calle Conde de Torrefiel subía el rumor de los coches. Un rumor sordo que hacía ya mucho tiempo había ocultado el reclamo de vendedores/compradores que por allí voceaban sus pretensiones: “Compre pell de conill barata…o arrop i tallaetes”. 

Reparé de nuevo en el espejo. Era el único mueble del dormitorio al  que las impías carcomas no habían atacado con la misma ferocidad mostrada por los ladrones que en sucesivas sesiones habían profanado la casa familiar. (Tanto nuestra vivienda en el segundo piso, como la del primero de nuestros abuelos Joaquín y Emilia y de mis tíos y primos, había sido objeto de la rapiña de quienes con alevosa reiteración la despojaron de todo cuando pudieran  vender a un chamarilero, chatarrero o cómplice. Ladrones y termitas, una vez más quedó demostrado, suelen ser la ruina de  una casa).

Vuelvo al dormitorio. Excepto el soporte sobre el que descansaba el espejo, todas las demás maderas de la alcoba, que hacía ochenta años habían trabajado las artesanas manos de un ebanista de la familia Oviedo, acusaban el pantagruélico festín que se habían dado –y en el que aún seguían—esos traidores xilófagos. 

Me vinieron a la memoria unos versos del poeta Jorge Luis Borges: “Nos acecha el cristal./ Si entre las cuatro  paredes de la alcoba hay un espejo,/ ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo/ que arma en el alba un sigiloso teatro”.  No lo pensé más. Agarré el espejo para así salvarlo de la demolición total de la casa que en muy pocos días más iba a derruirla. Tenía que salvar mi propia memoria.

Yo ya no estaba solo en el dormitorio junto a la cama en la que fui parido, al igual que mis hermanos. El espejo me devolvía la mirada que yo le dirigía. Fue en ese momento cuando creí ver en su fondo el rostro sonriente de mi madre. Allí estaba ella, en aquel brillo del azogue. Me miraba con sus oscuros y limpios ojos. Levantaba su barbilla como interrogándome, lanzándome una pregunta a la que emocionado no supe dar respuesta. No pareció darle importancia a mi silencio. Seguía ofreciéndome su sempiterno, cotidiano y reconocible gesto de complicidad en forma de sonrisa, la suya de siempre. Era ella, la misma que conocimos,  y que seguía sin tiempo aún para poderse acicalarse de tan atareada como habia vivido para sacar adelante su familia, sus siete hijos y su querido marido.  Abracé el espejo y me lo llevé conmigo. Sobre su luna estaba escrita la memoria familiar.