Un grupo de conocidos de distintas profesiones, oficios y beneficios, que coincidíamos años atrás en un programa televisivo como lo fue el conocida como El poder valenciano, acabamos formando piña y conjurados para que, una vez al mes, reeditar la tertulia con comida incluida. La pasada semana el encuentro gastronómico lo llevamos a cabo en Ontinyent. El reclamo de poder degustar sin remilgos de dietas y otras zarandajas dietéticas nuestro embutido, congregó a un buen número de ellos.
Terminado el almuerzo, el abogado Julio Casillas, cuyo conocimiento y pasión por el Derecho corre paralelo por el que siente por la historia, me habló de la importancia que según sabía tuvo el hospital de Ontinyent durante la guerra civil. Y se interesó por el hecho de que fuese en nuestra ciudad en donde quedase instalado un centro que fue toda una referencia quirúrgica y hospitalaria, según le habían comentado quienes lo habían estudiado.
De modo que ya avanzada la tarde, una vez dado amplio repaso a los temas más destacados de la actualidad, se planteó la posibilidad de acercarnos hasta el Colegio la Concepción para conocer el escenario de lo que fue hospital en los dos últimos años de la guerra. Y hacia allí que nos fuimos. Las clases del viernes habían terminado hacía ya un buen rato, y no quedaba ya rastro ni eco de la habitual algarabía que se puede escuchar cuando se pone fin a la actividad escolar de la semana. Estando cerrada la puerta principal, pensamos que no sería posible la visita. Pero no. Desde una terraza un franciscano advirtió nuestra presencia y al punto vino a decirnos que al momento bajaba para franquearnos el paso.
La hospitalidad franciscana quedó puesta de manifiesto una vez más. Hablamos de nuestro interés por recorrer el colegio y se nos dijo que lo que quisiéramos, incluida la posibilidad de visitar todas sus dependencias, incluidas la espaciosa Iglesia; el atractivo Museo de Ciencias Naturales; y la bien dotada y nutrida biblioteca. Los adjetivos los pongo yo.
Me convertí en cicerone de mis amigos que, ya de entrada y estando en la propia entrada del colegio, se habían quedado sorprendidos de las dimensiones del conjunto de edificios, perfectamente delimitadas en la fotografía aérea que allí cuelga. Salieron a relucir las preguntas sobre quiénes habían sido los alumnos más destacados y conocidos. Fermín Palacios pidió ver las orlas que enmarcan los retratos de los colegiales en el último año del bachillerato. Tenía interés por ver aquellas en las que figuraban los hermanos Roig, Fernando y Juan que, en efecto, allí están como estudiantes a mediados de los sesenta.
Hablamos, por supuesto, del hospital de guerra en que de modo forzoso fue convertido el Colegio de la Concepción. De las casi mil camas que llegó a instalar para atender a los heridos de aquella guerra. De los avances quirúrgicos que fueron introducidos en sus quirófanos, teniendo como tenían los cirujanos tanta materia prima como les llegaba desde el frente. Les indiqué que el mejor remate a la visita sería que viesen el documental Las mamas belgas, que da buena cuenta de lo que fue la vida en aquel hospital en aquellos aciagos días.
El Museo de Ciencias Naturales despertó su curiosidad, pero fue en la Biblioteca en donde unos y otros tuvimos ocasión de descubrir en sus lomos los títulos de tantas obras como alberga y deleitarnos con pasión bibliófila con tanta riqueza atesorada. Se volvieron los amigos a Valencia y, según me confesaron al despedirse, se fueron impactados por la importancia pedagógica del Colegio en sus más de cientos veinticinco años de existencia. Meses atrás, en esta misma columna, escribí en parecidos términos. Me alegró escuchar sus comentarios a favor de un centro educativo al que los ontinyentins que pasaron y pasan por sus aulas deben, debemos, reconocimiento y gratitud.