Su  conocido poema con el que hoy encabezo esta columna  Gustavo Adolfo Bécquer lo  finaliza así: “¿Vuelve el polvo al polvo?/ ¿Vuela el alma al cielo?/ ¿Todo es vil materia, / podredumbre y cieno?/ ¡No sé, pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y duelo, al dejar tan tristes, tan solos los muertos!”.
Cuando se cumplen los noventa días del confinamiento, que ha pasado a ser más ligero por aquello de ir saltando de una a otra fase, el Gobierno de España sigue sin saber cuántos han sido los españoles que han muerto por el coronavirus. O dicho con mayor sentido: Sigue tratando de despistarnos ofreciendo cifras dispares, sabiendo como sabe las cifras reales. Sean las mayores ofrecidas por el Instituto Nacional de Estadística y el Instituto Carlos III o las reducidas a las que se aferra el falso doctor Sánchez y su escudero el embustero doctor Simón, el número de muertos es estremecedor, brutal y devastador. Viene a ser el equivalente a  las poblaciones de Ontinyent, Agullent y Fontanars, como si todas ellas hubiesen desaparecido por completo y en el plazo de unas pocas semanas.
Qué solos se quedaron los muertos en las residencias de ancianos por negarles la asistencia sanitaria, obligándoles al más inhumano confinamiento, el de la mayor soledad, y sin el postrero consuelo de poder estrechar la mano y la mirada del hijo o la esposa, la hija o esposo. Gobierno y oposición se han enfrentado y también algunas comunidades autónomas –sobre todo la de Madrid— con la vicepresidencia de Iglesias echándose en cara las culpas y responsabilidades del número de ancianos ingresados en residencias que han muerto y que casi representan la mitad de los más de 43.000 fallecidos que anota el Instituto Nacional de Estadística.
Qué solos se quedaron los muertos que tuvieron que ser retirados por fuerzas del Ejército de España, sobrepasadas como estaban todas las funerarias de la capital de España, de las camas en que murieron y en las que  seguían abandonados un día o dos después de haber fallecido en la más lacerante soledad 
Qué solos se quedaron los muertos almacenados en féretros que se alineaban por cientos en una instalación deportiva convertida en apresurada morgue. Una imagen que sobrecogía el ánimo y que el Gobierno  trató que no se difundiese y casi del todo logró. 
La muerte no era un buen icono para el Gobierno de Pedro Sánchez, que sabe mejor que nadie cómo manejar y manipular los sentimientos de la ciudadanía. No le neguéis a este Gobierno su capacidad propagandística. Sabe cómo hacerlo, muchísimo mejor que gobernar, y siempre al servicio de sus intereses por muy espurios que puedan parecernos. Manejan los fontaneros de La Moncloa, bajo la acerada mirada y férreo control de Iván Redondo, todos los recursos posibles e imaginables. Que son muchos. Camuflan como información lo que es opinión y la opinión como demagogia. Y les está saliendo bien la jugada de hacer culpables de todos los males y pandemias a una derecha a la que acusan de insolidaria. Y, ya en el súmmum de la desvergüenza provocadora, de ser también los otros los que crispan y provocan el enfrentamiento y la división entre españoles.
Cualquiera que hubiese hecho el recuento de los muertos por el coronavirus en España con el patrañero propósito con que lo ha hecho el Gobierno de España, habría sido acusado de embustero tergiversador, mentiroso y mendaz. No sólo se resiste a sumar todos los fallecimientos en los últimos días, cuando le llegan partes de las comunidades autónomas dando cuenta de más bajas,  sino que en un momento dado hasta es capaz de restar víctimas con tal de no salir malparado en las estadísticas frente otros países que supieron hacer mejor las cosas, sobre todo por haberlas hecho antes y no registrar –caso de Portugal que bien cerca lo tenemos—tan elevado número de víctimas.
Ese desprecio a la memoria de los fallecidos –lo demostró lo que se hizo de rogar hasta tener que declarar el luto oficial—forma parte del relato con que se pretendió y consiguió confinar a los ciudadanos en sus casas y con la mente del todo embotada y confundida. Marear con las cifras de los fallecidos no sólo está siendo un grandísimo embuste sino que constituye una ofensa para todos los caídos víctimas del covid 19, hayan muerto con o sin test y prueba que lo ratifique. Son muertos en tiempos de pandemia, tan muertos como cualquier otro, y la suma real no baja de 43.000. Esa cifra es la de los seres humanos que figuraban en el censo de España que han dejado de existir durante el confinamiento.
A los muertos, qué solos se quedan, había que hacerlos desaparecer cuanto antes. O no dejarles asomarse y por eso se ocultaron las imágenes –ciertamente duras y apabullantes—de los cientos de ataúdes que esperaban ser incinerados o inhumanos en una rápida ceremonia que limitaba a solo tres el número de familiares que podían acompañar al fallecido en un breve responso y enterramiento. ¿Y por qué sólo tres familiares? Este es otro de esos insondables misterios del estado de alarma, cuando al mismo tiempo cuarenta personas podían coincidir en un supermercado. ¿Por qué había que dejar tan solos a los muertos?
Se les dejó y se les sigue dejando. Esta semana compareció por mandado judicial el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, ante la juez Carmen Rodríguez-Medel, que no se arredró frente las presiones de la Fiscalía General o de la Abogacía del Estado, resueltas ambas a actuar en la más espuria defensa del Gobierno que no de la ley.
Siendo tantas las evidencias que demuestran el conocimiento que se tenían en las instancias oficiales de la peligrosidad de la amenaza vírica, Franco repite el mantra de que no se sabía del riesgo de autorizar las manifestaciones feministas en Madrid del 8M. Y de ahí no lo van a sacar, del mismo modo que el Gobierno seguirá aferrado a la idea de que todo lo hizo bien. Canales de propaganda tiene para afirmarlo y ratificarlo a cada momento. Los muertos por el coronavirus no importan. Murieron solos y solos se van a quedar.