No me lo podía creer. Me pareció escuchar en la radio mañanera que una Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Aragón se manifestaba en contra de la donación hecha por Amancio Ortega de equipos oncológicos, destinados a cubrir necesidades de todas las comunidades autónomas. A esa primera hora del día, estando todavía en una suerte de duermevela, llegas a considerar la posibilidad de que no hayas entendido bien la información. Pero no. Una vez duchado y despejado, y ya ante el ordenador, los periódicos digitales te confirman la noticia que a ti te costaba creer.
 En efecto, los autotitulados defensores de la sanidad pública (de Aragón, Canarias y otras autonomías) dicen que su asociación “no tiene que recurrir, aceptar, ni agradecer la generosidad, altruismo o caridad de ninguna persona o entidad”.  En la nota en la que se rehúsa sin paliativos la donación de Amancio Ortega, se pretende justificar el rechazo de “quien siendo el mayor accionista de una de las mayores empresas y fortunas personales del Estado tendría que demostrar no su filantropía sino su obligación de contribuir al erario público de forma proporcional a sus beneficios y en la misma proporción que el resto de los contribuyentes”. 
 O sea, que nada de aceptar los 320 millones de euros donados (yo creo que generosa, altruista y caritativamente) por el dueño de Inditex/Zara para la adquisición de 290 equipos oncológicos destinados a cubrir las necesidades y/o mejorar los servicios de lucha contra el cáncer de todas las comunidades autónomas. “Si hacen falta equipos, que se compren con dineros públicos”, viene a ser la tesis de los que se oponen a la donación.
 Uno de esos equipos oncológicos, por cierto, está destinado al hospital de Ontinyent. Y ha de venir para sustituir al viejo y escacharrado mamógrafo que, fuera de servicio desde hace ya varias semanas, había incrementado el tiempo de espera –y la consiguiente desazón o intranquilidad— de todas aquellas mujeres a las que se les había recomendado hacerse una revisión de los pechos,  con vistas a la prevención y detección de cualquier anomalía de su estado de salud.
 Doy por cierto que Amancio Ortega mantendrá su decisión y donación, por groseras o grotescas que puedan ser las corrosivas voces de quienes se manifiestan en contra de su generosidad. Sí, generosidad. Y altruismo. Y caridad. Porque los 320 millones que él decidió donar el pasado mes de marzo provienen de sus ingresos como accionista mayoritario de Zara, una vez deducidos los correspondientes impuestos societarios. Millones que podría haber dejado en su abultada cuenta corriente y haber hecho con ellos lo que le hubiese petado. En su derecho  y posibilidad estaba. Pero no, prefirió hacer lo que ha hecho,  dando muestra de una magnanimidad del todo infrecuente. Frente su  filantropía, la corrosiva envidia que se alimentan del peor resentimiento.
Amancio Ortega debería ir pensando la posibilidad de hacer en un futuro (si estas muestra de soez radicalismo no le aburren o desaniman),  una donación de aparatos que sean capaces de mediar y graduar el nivel de estulticia de quienes se manifiestan en los términos que lo hacen los miembros de estas Asociaciones de Defensa de la Sanidad Pública, para determinar si la facilidad que han demostrado para confundir el culo con las témporas es por contagio bacteriológico, generación espontánea, roce podemita, o mera idiocia adquirida a través de los mocos o de un esputo. 
Seguro que si en vez de hacer la donación anunciada –que no es la primera, ni esperemos que sea la última—Amancio Ortega hubiese destinado esos 320 millones a la compra de un equipo de fútbol o de un cuadro de Paul Gauguin, no hubiese suscitado reacciones tan desquiciadas. La envidia sigue siendo el más grave pecado capital y nacional. Y, lo que es peor,  que no hay vacuna capaz de evitar su propagación.