Me pregunto, delante del virtual folio en blanco que me proporciona la pantalla del ordenador, por el hecho informativo que más me ha sorprendido en este pasado mes de agosto. A diferencia de lo ocurrido otros veranos en los que apenas nada ocurría, me llama la atención la cantidad de noticias que merecen su particular comentario. Demasiadas y casi todas malas o peores. Noticias de aquí, de nuestra ciudad huérfana de fiestas, obligados por fuerza como nos hemos visto a un extraño ayuno y abstinencia de entradas, dianas, bajada… nunca hasta ahora vivido. Peor que eso, sufrido. Con el afónico silencio de unas bandas de música del todo ausentes resonando en nuestros oídos como un maldito acúfeno. De afuera, con la pandemia en danza que nos obliga a embozarnos con la mascarilla y amenaza con largas clausuras, al tiempo que los rumores, muchos de ellos cargados de mala baba, se disparan incrementando temores, recelos y suspicacias. 
Un mes que comenzó con el mutis hecho por el Rey emérito. Don Juan Carlos decidía apartarse del foco mediático. Lo suyo no es un exilio, ni una fuga, ni un destierro por más que el griterío podemita se empeñase en presentarlo así para tratar de tapar los líos en que está metido el partido –joder, qué pronto recurrieron los anti-casta a la caja B—y su líder con la chamuscada tarjeta del móvil de la amiga Dina.
 Que la conducta del monarca no haya sido ejemplar  en todos y cada uno de sus casi cuarenta años de reinado no borra sus muchos méritos a favor de la convivencia que puso de manifiesto al capitanear con acierto el proceso de Transición. Transición con mayúscula, por muchos y muy groseros que sean los descalificativos que tratan de endilgarle al generoso acuerdo que daba pie a la reconciliación de las dos Españas. 
Durante varios días de este mes he vivido una contradicción. La que me ofrecían los informativos dando cuenta del incremento de contagios, de los rebrotes de allá y acullá, y el plácido descanso del presidente del Gobierno. No será tan grave la cosa, me decía, si Pedro Sánchez se ha ido a La Mareta, en Lanzarote,  y allí sigue impasible el ademán como si no pasase nada en la España peninsular.
Mientras tanto, la ocupación de viviendas por toda España se convertía en noticia. Ya era hora de que alguien se enterase de las prácticas mafiosas que algunos aprovechados ponen en marcha para su personal lucro, al tiempo que tratan de presentar el allanamiento de morada ajena como el derecho a un techo de abandonados por la suerte. La legislación y  el cogérsela con papel de fumar de algunos jueces, permite que una enfermera, desplazada de su domicilio por razones del servicio pandémico, se encuentre con que su casa ha dejado de ser suya por mor de la sinvergonzonería de quienes la asaltaron y de quienes han venido amparando esas conductas que se burlan del derecho a la propiedad y a la vivienda.
Cuando el presidente Sánchez volvió a ejercer las funciones y responsabilidades propias de su cargo lo primero que hizo fue rodearse de los empresarios del Ibex para largarles una de las soflamas propagandísticas a las que tan dado es su mentor Iván Redondo. Su última ronda de nada con sifón va en su línea de reclamar adhesiones inquebrantables –unidad, unidad,  unidad—que repite como un mantra. Precisamente él, que acuñó  el “no es no”, ahora reclama con insistencia el si como cataplasma terapéutico para la que se nos viene encima,  que será de aúpa. La próxima batalla que se avecina, la de los Presupuestos, promete emociones sin cuento, casi  tantas como el saber si el futuro de Messi es o no culé.
Lo mejor de agosto, que ya estamos en septiembre.